Miguel Ángel Rodríguez, ‘El Sevilla’, cantante de Los Mojinos Escozíos
Irreverentes, escatológicos… Para definir el estilo de Los Mojinos Escozíos se recurre casi siempre a los mismos adjetivos. Pero Miguel Ángel Rodríguez (Sevilla, 1970), su vocalista, aclara que su propósito es hacer reír y que sus letras sólo reproducen el modo de hablar de la calle. Porque mientras sus canciones provocan y hasta soliviantan a los oídos más sensibles, ‘El Sevilla’, como es conocido, trata con exquisitez a su público; nunca niega una foto y es capaz de pasarse dos horas firmando autógrafos. Que se criara en una tienda y que se curtiera lejos de los escenarios tienen mucho que ver en la actitud del músico, que este año ha editado nuevo disco con su grupo, ‘La leyenda de los hombres más guapos del mundo’, y también ha publicado su tercer libro, ‘El hombre que hablaba con las ranas’.
¿Cuál fue su primer empleo remunerado?
Como no aprobaba, a los 14 mi padre me puso a vender en el mercadillo de San Juan de Aznalfarache, en Sevilla. Mis padres tenían una perfumería-mercería y yo les ayudaba desde que era muy pequeño. Llevaba el muestrario de las pinturas de uñas.
¿Se le daba bien el trabajo de cara al público?
Se me daba muy bien. Yo soy capaz de venderte el teléfono con el que estás hablando. Soy un parlanchín, y el desparpajo lo cogí en la tienda. Aunque en el mercadillo también pasaba mucha vergüenza, porque allí iban mis compañeros de instituto.
¿Le pagaba algo su padre?
Sí, mi padre me dijo: «Todo lo que vendas, para ti». Pero es que el pensaba que no iba a sacar más de 500 pesetas a la semana, porque montó el puesto con productos viejos que tenía en el almacén; algunos, incluso, estaban caducados. Pero yo me saqué 14.000 pesetas el primer día, aunque él sólo me dio 500.
¿Cuándo dejó de estudiar?
Saqué tercero de BUP por libre y dejé de estudiar en COU.
¿Y qué trabajo le proporcionó su primera nómina?
Después del mercadillo, un amigo y yo montamos un estudio de diseño. Íbamos de imprenta en imprenta pidiendo los trabajos más baratos y así nos sacábamos un sueldecito. Aunque la primera vez que tuve un contrato fue como vendedor de pintura de coches. Recuerdo que ganaba 100.000 pesetas más comisiones, pero no cobré ninguna. Aquello me duró tres meses, porque no me gustaba pasarme todo el día en el coche visitando talleres. Después, me saqué unas oposiciones para Telefónica y me fui a Barcelona. Los de mi categoría cuidábamos el cable que va de la central a la casa del abonado. Era el trabajo más sucio que había, pero estuve siete años y la nómina era de 120.000 pesetas al mes.
¿Cogió tirria al teléfono?
No, no. Fue una buena experiencia; allí hice buenos amigos que todavía vienen a mis conciertos. Era un trabajo duro, pero la mejor forma de llevarlo era hacerlo con todas las ganas posibles.
Dejó Telefónica en 1997 y publicó su primer disco un año antes. ¿Confiaba en la música como medio de vida?
En absoluto. El primer año no ganamos ni un céntimo. Yo ganaba 3.500. 000 de pesetas brutas al año en, Telefónica, y como músicos, el primer año hicimos 150 conciertos -casi todos de promoción- y ganamos 500.000 pesetas. Fuimos a por todas. El segundo año ya empezamos a ver color al asunto.
Antes de lanzar ese órdago, ¿cuándo empezaron sus escarceos con la música?
Mi primer disco era de Bob Marley y me lo regaló mi padre cuando tenía 8 años. A mí la música me ha gustado desde siempre, pero, como venía de una familia humilde, hasta que llegué a Barcelona no pude plantearme estudiarla. En cuanto llegué a Barcelona me metí en el conservatorio y estuve cuatro años. Tengo solfeo y canto terminados, cuarto de flauta travesera y primero de piano. A raíz de ahí empecé a conocer músicos y a hacer grupos, hasta que di con los Mojinos.
¿Qué queda del chaval que vendía en el rastrillo? ¿Se reconoce todavía en él?
Claro que me reconozco. Mi problema es que tengo muchísima memoria y me acuerdo de todo. Tengo tan presente el primer día de ensayos con Los Mojinos como el primer día que mi padre me puso a vender en el mercadillo o mis experiencias en la perfumería de mi madre cuando todavía era un chiquillo y tenía las diez uñas de las manos y de los pies pintadas de diez colores diferentes. Y mi camiseta también olía a diez colonias distintas porque las clientas me las echaban para probarlas. Por dentro, queda todo; por fuera, uno se ve las canas y los pellejos.