«El trabajo fijo debería estar prohibido»

«Aquí vive Fernando Sánchez Dragó, escritor y viajero». El azulejo que preside la entrada de su casa en Soria no deja lugar a dudas en torno a la vocación y el oficio de Sánchez Dragó (Madrid, 1936), que a los cinco años permitía a sus vecinos la lectura —al módico precio de cinco céntimos— de un periódico inspirado en ABC que él redactaba íntegramente en su cuaderno escolar. Con el tiempo, sus actividades como periodista y profesor le permitieron sufragar su pulsión literaria. Su última novela es «Soseki. Inmortal y tigre» (Planeta).

Nunca se planteó sacar una oposición y atarse…
¡Por favor! Cuando un amigo mío gana una oposición, le mando una tarjeta de pésame. El trabajo fijo es una violación de los derechos humanos que debería estar prohibida por la ONU. Yo he tenido trabajos muy buenos a lo largo de la vida, pero siempre los he abandonado y siempre he encontrado algo mejor. Nunca pasa nada.

¿Y qué trabajo le proporcionó su primer sueldo?
Yo me casé en la cárcel a los 21 años y salí unos meses después con una mano delante y otra detrás: ni había terminado la carrera ni hecho la mili. Mi primer trabajo propiamente dicho lo encontré en el tablón de anuncios de la facultad, fue de redactor en «Informes de la construcción y del cemento», una revista muy elegante de arquitectura e ingeniería. Mi único trabajo consistía en escribir dos editoriales al mes —sobre el hormigón armado o la construcción de un motocine— a los que yo ponía un poquito de literatura. Y el resto del tiempo estaba formidablemente tratado, hasta venían unas criadas, con cofia y uniforme, a servirnos el desayuno. Allí escribí mi tesis. Siempre he encontrado chollos.

¿Le duró mucho el chollo?
Trabajaba en aquel instituto un hijo del coronel Eymar, un personaje célebre que me había procesado porque dirigía el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo. Y cuando estaban a punto de hacerme fijo, su hijo descubrió que un «presunto comunista» que acababa de salir de la cárcel estaba allí. Y me echaron de la noche a la mañana. Como volví a encontrarme con una mano delante y otra detrás, abrí el diario Ya y me encontré con que buscaban un profesor de lengua y literatura para un colegio privado en Campamento (Madrid). Llamé y el propietario y director, un chico muy guapo y aventurero, me contrató inmediatamente. Pero había una pega: todavía estaban construyendo el colegio. Total, que llegábamos allí y, como no había nada que hacer, el director nos llevaba por ahí: a veces a jugar al fútbol a la Casa de Campo y a veces a los antros de la calle Ballesta. Al profesor de ciencias y a mí nos pagaba la nómina y las copas. Nunca di una clase en aquel colegio.

¿Cambiaría algo de su biografía si pudiera?
Lamento ocasiones perdidas. Por ejemplo, cuando terminé el Bachillerato, mi madre y mi padrastro me llevaron a hacer un pequeño viaje por España. Llegamos a la Cartuja de Miraflores, en Burgos, y allí, al ver la celda de un cartujo, me volví hacia mis padres y les dije: «Esto es lo que yo quiero ser». Yo siempre he tenido —y todavía tengo— la nostalgia del monacato. Lamento no haberme metido monje, por ejemplo.

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