El largo y difícil camino hacia un nuevo modelo de producción

 

Mientras la economía de la Unión Europea, y también la de Estados Unidos, está saliendo de la recesión, a España todavía le queda un largo camino por delante. La Comisión Europea, que nos sitúa a la zaga de la recuperación, no espera la primera tasa positiva de crecimiento del PIB hasta el tercer trimestre de 2010. Pero, además, con una tasa de paro que duplica la de la zona euro, España ha añadido a su lista de desempleados a 2,2 millones de personas desde que empezó la crisis. Todos, Gobierno y oposición, patronal y sindicatos, admiten que la construcción —que ha enviado a 851.000 personas al paro— no podrá volver a los niveles de crecimiento de nuestro pasado más reciente y que, por tanto, este modelo económico, basado en sectores tradicionales, poco intensivos en tecnología y de mano de obra poco cualificada, ha caducado. ¿Qué podemos hacer? «Desgraciadamente, el Gobierno está orientando mal su política económica. Somos un país atrapado entre aquellos que compiten con mano de obra barata, como los asiáticos, y los países exportadores de maquinaria y alta tecnología, como Francia y Alemania. Será complicado encontrar una salida fácil y dejar este atolladero a corto plazo», reflexiona el economista Rafael Pampillón, que augura una digestión larga y pesada.  

En la Fundación Cotec, que desde su nacimiento ha hecho del cambio de modelo productivo su principal caballo de batalla, Juan Mulet, su director general, advierte de que este nuevo modelo «no detendrá la hemorragia del paro a corto plazo; mientras los planes de acción para el empleo, los que se aplican ahora, son los que tienen consecuencias rápidas».

Vulnerabilidad

Aunque la irrupción de la crisis económica ha puesto de manifiesto la debilidad del sistema español de innovación, Mulet insiste en que, en los últimos diez años, habíamos avanzado mucho. Y a los datos se remite: en 2007, el gasto total en I+D superó los trece mil millones de euros; entre 1995 y 2006 el gasto en investigación y desarrollo de las empresas españolas, prácticamente, se cuadruplicó, y, para poder lograrlo, el número de sus investigadores creció a un ritmo anual del 12,6%. Si confrontamos estos datos con los que esgrime el demógrafo del Centro Superior de Investigaciones Científicas Julio Pérez Díaz —hasta el despegue industrial de los sesenta un tercio de la población ocupada en España estaba empleada en el sector primario, mientras que en Gran Bretaña sólo el 9% trabajaba en ese sector a la altura de 1900—, tendríamos que reconocer que sí, que habíamos avanzado mucho y que la famosa frase de Unamuno —«Que inventen ellos»— estaba más que superada.

Pero esta retahíla de triunfos tiene una cara B. El tejido productivo español se basa en una red de pequeñas y medianas empresas que emplean al 82% de los trabajadores, un porcentaje muy superior al de la media europea (70%) y al de Estados Unidos (50%). Y en este contexto, los sectores de alta tecnología, como el farmacéutico o el aeroespacial, apenas si representan el 1% de nuestro Producto Interior Bruto, es decir, tres veces menos de lo que suponen en los países con los que nos comparamos. Y no es mucho mejor la situación de los sectores manufactureros de tecnología media-alta (química, automoción o maquinaria), que sólo aportan el 4% del PIB.

Por otro lado, el número de empresas que basan su competitividad en la investigación propia está en torno a las once mil. «Ellas son el núcleo del sistema de innovación, pero nos harían falta 40.000», lamenta Juan Mulet. Desde Cotec alertan de que si este grupo, junto con el más de un millar de grupos verdaderamente activos del sistema público, no sobrevive a la crisis, deberemos volver a empezar casi desde donde arrancamos hace ya más de diez años.

Pampillón, que forma parte del claustro del Instituto de Empresa, sostiene que, aunque se hubiera mantenido el ciclo de bonanza, España tampoco habría alcanzado a sus principales competidores. «No, no habríamos alcanzado al resto de los países de Europa, ni siquiera sin crisis. Finlandia gasta el 3,5% de su PIB en investigación y desarrollo; Corea, el 3,4%, y nosotros estamos en el 1,3. Alcanzar a los países tecnológicamente avanzados es una utopía».

En este contexto, el recorte presupuestario en investigación, desarrollo e innovación para el año próximo ha caído como un jarro de agua fría. «Que se pare una tendencia positiva es muy malo. La experiencia nos dice que volver a crecer siempre es lo más difícil. Al final, la decisión es: “¿A qué se aplica el último euro: al corto plazo o al futuro?”». «Hay que ahorrar en gastos corrientes, pero no en inversión tecnológica. El nuevo Plan E se puede destinar a pintar edificios o a rehabilitarlos para que la tecnología llegue a todos los ciudadanos. Se trata de que, cada vez que se tome una ‘micro decisión’ se haga a favor de las actividades más innovadoras. De todos los sectores de la economía, el que tiene más potencial de crecimiento y más capacidad para crear empleo, directo e indirecto, es el de las tecnologías de la información y la comunicación», afirma Jesús Banegas, presidente de la Asociación de Empresas de Electrónica, Tecnologías de la Información y Telecomunicaciones (AETIC).

En la base de todas las deficiencias que lastran la economía española se encuentra la educación. «Por un lado, tenemos una generación de profesionales sobrecualificados cuyas condiciones de trabajo son propias de mileuristas, y, por otro, en la base de la pirámide una elevada tasa de abandono escolar. Necesitamos un pacto educativo que tenga muy en cuenta la Formación Profesional para que el sistema no sea una fábrica de parados», advierte Ramón Górriz, secretario de Acción Sindical de Comisiones Obreras.

Por otro lado, España precisa mejorar la transferencia de tecnología de los centros de investigación a las empresas. «Tenemos buenos ingenieros y buenos procesos productivos, pero las patentes y la alta tecnología son otra cosa», dice Rafael Pampillón.

Como el resto de los agentes sociales, Górriz admite la necesidad de cambiar el patrón de crecimiento, pero lanza un deseo en voz alta: «Que se haga una transición lenta y justa».

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