Lola Greco, bailarina de flamenco

La hija de José Greco y Lola de Ronda se arrancaba a bailar en las sobremesas de las cenas familiares con la naturalidad y el desparpajo que corresponde a una hija de bailaores. A los 11 años, sin embargo, Lola Greco (Madrid, 1964) ya supo que su pasión por la danza iba en serio y a los 14 ingresó en la Escuela del Ballet Nacional de España, donde a los 19 se convirtió en su primera bailarina. Desde entonces, grandes escenarios de todo el mundo, como la Scala de Milán o la Fenice de Venecia, se han rendido al talento de esta mujer, que el mes pasado obtuvo el Premio Nacional de Danza 2009. En la actualidad, Lola Greco recrea a una nueva Fedra en un espectáculo dirigido por Miguel Narros que estos días representa en los Teatros del Canal de Madrid.

¿Su primer sueldo también lo ganó gracias a su destreza para el baile?
Sí, así es, porque los mandados que nos hacía mi padre —«pinta la reja o aquella mesa»— para que no nos aburriéramos, y por los que siempre nos daba una propinilla, no cuentan. El primer sueldo que yo entregué a mi madre ascendía a 55.000 pesetas y venía del Ballet Nacional de España. Como era menor de edad —tenía 17 años—, todavía estaba en la escuela y trabajaba en calidad de meritoria.

¿Se concedió algún capricho con ese dinero?
No, en casa era muy necesario y creo que lo usamos para comer.

Aunque empezó su formación a los 14 años, ¿cuándo sintió la llamada del escenario?
A los 11 años. Entonces, algo se encendió. Creo que fue en un festival del colegio Los Rosales, de Torremolinos (Málaga), donde mi hermano José y yo estábamos internos. Allí tuve la sensación, si no de dominar el oficio, de haber sido elegida para crear una expresión a través del baile.

He leído una frase suya que me gustaría que explicara: «Cuando era chica, miraba la vida a través de un cristal».
He pasado mucho tiempo en colegios internos. Y en uno de ellos, en Colmenar Viejo (Madrid), había unas cristaleras muy grandes en el comedor desde las que yo veía cómo todos los niños desaparecían en vísperas de Navidad. Sólo se quedaban dos o tres, y, entre ellos, estábamos nosotros, porque mis padres siempre estaban de gira. Y yo veía mi vida a través de ese cristal, pero también pensaba que mi vida tenía que ser algo más.

¿De verdad sus medias del conservatorio olían a pasteles?
Sí, sí [Risas]. Al patio interior de nuestra casa daban los hornos de una pastelería, que todavía existe. Y mi madre tendía allí mis dos únicas mallas de ballet. Y cuando empezaba a ensayar, mi ropa no olía a sudor, sino a nata y dulces, y a mí me entraba mucha hambre.

Para una adolescente, ¿qué era lo peor de las clases?
Lo que me costaba de verdad era salir de la escuela, abandonar ese ambiente al que ya iba perteneciendo y en el que me movía con más libertad y seguridad cada vez.