Ángela Rodicio, periodista.
El sol del desierto es una de las señales naturales más confusas. Tanto en invierno como en verano, la claridad del azul del cielo sobre la arena puede indicar un frío cortante y extremo o, por el contrario, un calor sofocante, un rayo de esperanza que desaparece al caer la noche.
En el levante libio, la franja de autopista que recorre su costa de Este a Oeste, o viceversa, vive el 90 por ciento de su población, entre cuatro y seis millones de habitantes, según las fuentes. Hasta la mayor parte del petróleo y el gas descubiertos se halla a pie de Mediterráneo. Un lujo al que las grandes multinacionales se han acostumbrado, y al que les resulta imposible renunciar.
Libia está dividida históricamente en tres regiones: Tripolitania, con capital en Trípoli, al Oeste; Fezzan, la enorme superficie de desierto del Sahara, con centro en la ciudad oasis de Shaba; y la más extensa de todas, Cirenaica, cuya capital es Bengasi, al Este. Tradicionalmente, desde que Gadafi derrocase a la monarquía libia en 1969, la rivalidad entre su feudo, Tripolitania, y Cirenaica, no ha dejado de aumentar hasta convertirlas casi en dos entidades enemigas, incluso antes del levantamiento contra el autócrata.
Una mañana, en el lugar de la carretera que separa Cirenaica de Tripolitania, donde se hallan gran parte de las terminales petrolíferas del país, a las afueras de la ciudad de Brega, éramos testigos de uno de los fenómenos del levantamiento libio. Desde diversos «pick-ups», jóvenes opositores descargaban enormes bolsas con comida. Exquisitos bocadillos de atún fresco. Las poblaciones de la carretera estaban desiertas; las casas abandonadas. Un empresario de Bengasi, a sabiendas de que los guerrilleros anti Gadafi no iban a poder abastecerse, había ideado un método para hacerles llegar, allá donde se encontrasen, sus famosos bocadillos de atún.
Otros días, por aquello de la dieta bélica equilibrada, sustituye el pescado por la carne. Una carne que contiene el máximo de vitaminas: hígado de pollo. El empresario se levanta con el alba, a pocos metros de la bahía de Bengasi, la antigua Berenice de los griegos, y, despuésde dar la bienvenida a sus colaboradores, comienza a preparar cientos de bocadillos. Lo hace gratis, y serán su regalo a la revolución. Cuando le pregunto cuál es su motivo, me responde que, en el fondo, está invirtiendo en su futuro. Ha heredado el negocio de su padre, y éste del abuelo; lo único que hace es invertir en el futuro de su hijo. Una lección magistral sobre arte y economía: adaptarse o morir.