Francisco Conde y Ana Campos, expertos del área laboral del despacho Cuatrecasas, Gonçalves Pereira.
El pasado 22 de noviembre ha entrado en vigor la Ley 10/2012, que introduce la obligación de abonar determinadas tasas judiciales, también en la jurisdicción social. Al margen de la precipitación en su entrada en vigor, que ha producido el efecto para muchos positivo de su falta de efectividad práctica por no haberse aprobado los correspondientes modelos de autoliquidación, estas polémicas tasas plantean –al menos, a priori– el delicado problema del equilibrio entre el acceso a la justicia, por un lado, y, de otro, los fines que persigue la norma, que en teoría son la racionalización del ejercicio de dicho derecho y la mejora de la financiación del sistema judicial, cuya saturación y falta de recursos se vienen padeciendo desde hace décadas.
Parece razonable, en principio, que esa mejora de la financiación del sistema corra en alguna medida a cargo de quien solicite sus servicios; por eso se ha recurrido a la figura de la tasa directa, tributo cuyo hecho imponible ha de ser la prestación de servicios. El Tribunal Constitucional se ha manifestado, con ocasión de otras tasas similares, a favor de su constitucionalidad; eso sí, lo ha hecho siempre que no constituyan una barrera desproporcionada que impida u obstaculice de manera irrazonable el acceso a la jurisdicción. Ahora tendrá ocasión de volver a pronunciarse con los recursos presentados.
En la jurisdicción social ya había que ingresar antes a la Hacienda Pública 500 euros para recurrir en suplica ante el correspondiente Tribunal Superior de Justicia, o 750 euros para hacerlo en casación ante el Tribunal Supremo. A esas sumas habrá que añadir desde ahora un importe variable, calculado en función de la cuantía del pleito: aplicando un 0,5% sobre su importe hasta un millón de euros y un 0,25% sobre el exceso. Los trabajadores tienen derecho a una exención del 60% de esta tasa, que incluso sería total para los beneficiarios del derecho a la asistencia jurídica gratuita.
Esta modulación de tan controvertidas tasas en atención a la posición a menudo económicamente débil de los trabajadores busca el equilibrio que debería perseguir cualquier medida de este tipo. Asimismo, están exentos los procedimientos especiales de protección de derechos fundamentales.
La ley, en teoría, vendrá a descargar a los tribunales de lo social de recursos superfluos –incluso a veces abusivos–, cuya tasa no quiera pagar quien los insta. Con todo, sería injusto terminar este comentario sin destacar la considerable carga económica que supone la tasa para el recurrente, peso que se une a los otros costes que ya conllevaba de por sí el procedimiento judicial.