«Mi primer juguete fue un autobús londinense de dos pisos. Las alfombras de casa de mis padres, y de mis tíos y de mis abuelos eran las carreteras de todo el mundo y allí podía dar marcha adelante, marcha atrás…». Su pasión por los juguetes le llevó a idear Imaginarium, la cadena de jugueterías que Félix Tena (Zaragoza, 1960) creó en 1992.

Su primer trabajo estuvo relacionado con lo que después sería su reino particular. «Hice un juego de Zaragoza con hoteles, gasolineras, locales… Una especie de Monopoly con mapa. Estaba todavía estudiando la carrera, lo creé en vacaciones, en verano. Como no tenía dinero iba vendiendo la idea a los hoteles con una cartulina que hice: les daba una pequeña participación para que pudieran aparecer en el tablero y así financiamos el asunto». El asunto, como él dice, fue un éxito que traspasó regiones: a Zaragoceando, que es como se llamaba el juego, le siguieron Madrileando, Barceloneando, etcétera. Con 22 años había logrado el éxito en su primera empresa. Con las clases tuvo menos suerte. «Me echaron de la universidad. Estudiaba en ESADE, una escuela de negocios dura, y, aunque nunca he sido brillante, aprobé todo en primero con una nota muy decente. Todo, menos matemáticas». En segundo y tercero, aquella asignatura se le rebeló y tuvo que acabar sus estudios en Estados Unidos. «Hablaba inglés porque mis padres siempre han mirado muy para adelante y el poco dinero que podían ahorrar lo dedicaban a la educación de sus hijos». Allí, sus problemas con las matemáticas desaparecieron: «La educación anglosajona intenta hacer pensar más que aprender y acumular datos».

Si su primera empresa no le hubiera ido bien, tal vez se hubiera quedado en América, pero la vena empresarial familiar le trajo de regreso. «Esta compañía tuvo un éxito razonable, duró diez o doce años y vendí una parte a unos italianos. Yo ya veía que me gustaba más el otro lado de la mesa porque desde el punto de vista de fabricante tenía cierta frustración de no poder llevar los productos, tal y como los había pensado, hasta el cliente».

Nacía así el germen de Imaginarium, «una empresa que empecé con gente que todavía hoy trabaja aquí». Con todos ellos ha fundado una gran familia -«no es igual de divertido jugar en equipo que jugar solo»- y un gran proyecto «español con mucho orgullo», que el año pasado celebró sus 15 años. «Abrimos con ocho o doce millones de pesetas. Sin créditos, pero también sin cash, ni circulante, ni nada». «El primer día nos fue fatal. Habíamos olvidado introducir en los códigos del ordenador introducir los impuestos y estábamos perdiendo dinero». Anécdotas al margen, Imaginarium tuvo una espectacular acogida: «En la primera tienda que abrimos en Madrid tuvimos que ponernos en la puerta para decir que, por favor, ya no entrara más gente».

La crisis del 93 no le desalentó: «Nuestra capacidad de enamorar estaba más entrenada y convencimos a muchos inversores». Su proyecto creció y creció hasta alcanzar los casi 600 puntos de venta que tiene hoy repartidos por 30 países, ampliando sus líneas de negocio a los viajes, la decoración y la puericultura. Y siempre sin perder su idea inicial: «La esencia de un juguete es hacer al niño sentir». ¿Y qué sienten sus hijos cuando entran en un Imaginarium? «Mis padres, mi mujer, mis hijos, son parte de Imaginarium. Con mis hijos soy bastante restrictivo porque no les quiero privar de la capacidad de sorpresa». Sí, pero cuando entran en sus tiendas, ¿saben que todo eso es suyo? «Es que no es suyo», ríe. «Es de los bancos».