Miguel Labrador, director del área de desarrollo de Atesora

Habitualmente, cuando pensamos en talento pensamos en ello como algo aislado, algo que podemos o no poseer. No quiero entrar en la polémica de si el talento nace o se hace, o si venimos de «serie» con talentos más o menos innatos y que solo se trata de una cuestión de «descubrirlos». A veces el talento lo pensamos como algo estandarizado, que podemos encontrar,  retener, perder… El problema de pensar el talento de esa forma es que muchas veces generará un pensamiento no muy certero del tipo «tengo talento o no tengo talento». Lo convertimos en un recurso escaso que hay que buscar en algún lugar por ahí fuera. Pensamos así en el talento como un producto.

Lo que no solemos hacer es pensar el talento como un proceso o, mejor dicho, como un conjunto de procesos relacionados entre sí y necesarios para nuestra vida, ya que muchos de ellos se encuentran presentes en nuestro desempeño cotidiano.

Qué cosas hacemos o no talentosamente vendrán definidas por una triple relación entre nuestra confianza para hacer algo, la motivación para hacerlo y la competencia con la que desempeñemos una particular actuación.

A veces se diseñan cursos para entrenar una determinada habilidad a expensas de activar la motivación necesaria para ello, o cursos para desarrollar nuestra motivación y confianza de forma aislada. Las personas que carecen de confianza porque no han desarrollado aún una habilidad piensan que una mayor motivación les ayudaría a tener más éxito.

Tristemente esto suele ser una pérdida de tiempo. Lo ideal sería que la motivación se construyera sobre la competencia y no se administrara como un estimulante artificial. Es como intentar mejorar la marca de un corredor haciendo únicamente que se sienta confiado a expensas de cualquier entrenamiento físico.

Pensar en el talento como «producto» nos aleja de la posibilidad de desarrollarlo y, sobre todo, de gestionarlo de forma efectiva. Desde luego no tiene sentido preocuparnos por incorporar a los mejores en términos de competencias, habilidades, experiencia o cualquier otro requisito de partida si no sabemos hacer uso de ello posteriormente.

Éste trinomio –confianza, motivación y competencia– nos abre a cuestiones como «¿qué habilidades soy capaz de ejercer con competencia?, ¿en qué contextos o situaciones consigo esto y en cuáles no?, ¿cómo me activo yo mismo para lograrlo?». Estas y otras cuestiones empiezan a abrirnos al talento como algo dinámico, moldeable y, por ende, desarrollable. En definitiva, como un proceso.

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