Por Antonio Ortega Parra, experto en liderazgo y gestión de personas. Conferenciante de Thinking Heads

El Conde-Duque de Olivares, primer ministro de Felipe IV, solía repetir la frase «No hay cabezas, no hay cabezas…» para reflejar la impotencia que le producía la falta de éxitos en la gestión de los intereses del imperio español, a pesar de sus muchos desvelos. No es Don Gaspar de Guzmán una figura simpática, pero sirve como excusa para desarrollar la pregunta que este artículo plantea.

Nuestro país, mejor dicho, la acumulación de reinos y señoríos que lo componían en el siglo XVII, atravesaba una crisis extraordinaria basada en la precariedad de una economía que no soportaba por más tiempo la guerra de Flandes. Cuando Felipe IV sucede a su padre Felipe III (conocido como el rey más perezoso de la Historia de España), su Gobierno se enfrenta a la titánica tarea de recuperar el prestigio internacional, restaurar las finanzas y eliminar la corrupción que los validos del fallecido rey habían propagado. Pretendía también, el Conde Duque, la vuelta a los valores tradicionales de un pueblo que, siendo pobre, había conquistado el mundo, y, siendo rico, lo perdía a gran velocidad.

Su propia figura, desde un punto de vista de honestidad, es difícilmente censurable. Gregorio Marañón, en la biografía que le dedicó, resalta que lo más claro de su patrimonio, al final de su vida, eran las deudas contraídas. Pero, si era un hombre de fuertes convicciones, ¿qué falló en su gestión para que no lograse el aplauso de la historia? Pues, precisamente, su competencia. Es cierto que trabajaba con gran dedicación y conocía minuciosamente todos los asuntos del Estado, pero también es cierto que carecía de habilidad en las relaciones personales y en la dirección de equipos. Tenía buena capacidad de análisis, pero le faltaba sensibilidad para enfrentarse a los asuntos delicados y entraba en ellos como elefante en cacharrería.

Hoy solemos atribuir a la falta de valores la causa original de la crisis que vivimos. La desproporcionalidad de los bonus de los altos directivos de las empresas ha inducido a la comunidad internacional a decir que la ambición de algunos nos ha llevado a esta situación.

Sin embargo, se suele omitir que una de las claves de la crisis ha sido una inadecuada valoración de riesgos. Ni los supervisores, ni las agencias de ‘rating’, ni las grandes compañías supieron evaluar correctamente los riesgos que asumían. Y esto no es carencia de valores. Claramente, lo que ha faltado es profesionalidad, tanto en el análisis de la situación como en el de las operaciones concretas.

Mi preocupación es que, a partir de ahora, nos dediquemos, una vez más, a construir un marco ético que sirva como excusa para no reconocer otras carencias. ¿Valores? ¡Por supuesto que sí! Pero también necesitamos mejores profesionales que eviten que se repita una situación como ésta. Y ante esto, ¿qué están haciendo las organizaciones? En general, reduciendo drásticamente las partidas dedicadas a la formación y al desarrollo de los equipos. Apremiados por los resultados a corto, olvidamos que cuidar y actualizar el capital intelectual es, probablemente, la mejor manera de conseguir una ventaja competitiva sostenible.

Confío en que rectificaremos a tiempo para no tener que lamentar, en un futuro próximo, como el Conde-Duque («No hay cabezas, no hay cabezas»), la falta de talento.

Especialistas en programación de contenidos