Más de dos millones y medio de empresas españolas están gestionadas por una familia. Aportan, aproximadamente, el 70% del Producto Interior Bruto y generan más de doce millones de empleos. Si los datos le parecen sorprendentes, piense que estos cálculos tal vez se estén quedando por debajo, ya que, para empezar, ni en España ni en otros países se cuenta con una definición legal de esta figura. En el Instituto de la Empresa Familiar (IEF), que desde el año 1992 se ha consolidado como uno de los portavoces de referencia de estas compañías, manejan una definición que pivota sobre tres conceptos: el de propiedad, según el cual la familia debe tener la mayoría de los votos directos o indirectos, a excepción de las cotizadas en Bolsa —el 52% de las que lo hace en nuestro país está controlada por un grupo familiar—, en las que sólo es necesario que posean el 25% de los votos; el concepto de gobierno, que implica que al menos una persona de la familia se dedique exclusivamente a la gestión del negocio y, en tercer lugar, la voluntad de continuidad. «Este último requisito tenemos que presuponerlo, aunque he de decir que cuando se cumplen los dos primeros, en una amplia mayoría se cumple también el tercero», expone Juan Corona, director académico del Instituto.
En este saco entran desde esos pequeños negocios «de toda la vida» —talleres, tiendas, panaderías…— a empresas de la talla de Codorníu, Osborne, Laboratorios Uriach, Camper o el grupo de cosméticos Puig, por citar algunas. Al margen de su tamaño o del sector en el que operen todas ellas, no sólo cumplen los tres requisitos anteriormente citados sino que también comparten un modo de trabajar. «En concreto, unos objetivos, que son bien distintos a los de una compañía de accionariado anónimo», explica Óscar Coduras, que dirige el departamento de Proyectos y Desarrollo de la Fundación Nexia, centrada en informar y formar a las familias empresarias. Coduras prosigue: «Cuando una persona (el fundador) tiene una idea, pone su ilusión, sus expectativas de desarrollo personal y profesional y su espíritu emprendedor en ella, lo que hace que se plantee que su proyecto le sobreviva. Por el contrario, el accionista anónimo invierte su dinero, y sus expectativas, muchas veces, se limitan a obtener beneficios».
Esther Álvarez lleva más de doce años trabajando en Ide Cesem, una escuela de negocios que también entra en la categoría de ‘empresa familiar’ donde ahora ejerce de directora de Estudios, y reconoce que, gracias a su trayectoria aquí, ha conocido la gestión de la organización en todos sus departamentos. De sus palabras se extrae otro de los ingredientes del negocio familiar: el compromiso. «Nunca te sientes un número o un puesto más como puede suceder en una compañía mayor, sino un profesional que aporta valor y se involucra en cualquier proyecto o problema que surja». Y junto a él, la cercanía. Sánchez cuenta que «la comunicación que se establece con los superiores es más fluida y directa».
En el mismo lado de la balanza, en el de las ventajas, Corona coloca, en contra de lo que mucha gente cree, la rápida capacidad de reacción de estas compañías, que él explica mediante la teoría de la agencia: «Una compañía funciona de forma más flexible cuanto menor sea la distancia entre los propietarios de la empresa y sus ejecutivos, y en éstas, a veces, es inexistente». Esta agilidad, que se ha puesto de relieve durante la actual crisis, «ha permitido a estos empresarios tomar decisiones en cuestión de días, incluso de horas». Según estima la Confederación de Empresas Madrileñas (CEIM), dos de cada tres de estos negocios han tenido beneficios, cada ejercicio, desde 2007.
Como contrapeso, el mismo Corona advierte de que compartir día a día la jornada laboral con tus allegados presenta también sus inconvenientes. «Muchos de los trabajadores o de los gestores están unidos por vínculos familiares y esto, en ocasiones, puede desembocar en falta de entendimiento o en conflictos que empañan la gestión diaria». La confusión de roles —»no se puede actuar como padre cuando estás en el despacho ni como CEO cuando llegas a casa a cenar»— es lo más habitual, sin embargo, para Josep Tàpies, titular de la Cátedra de Empresa Familiar del IESE, es un problema salvable que se evitaría mediante el respeto, primero, y, después, estableciendo una barrera entre familia y negocios. Otro panorama bien distinto aparece cuando los problemas vienen desde casa… En esos casos el profesor recomienda una salida más drástica: convertirlo en patrimonio líquido y que cada uno se lleve su parte o, al menos, «externalizar la dirección».
Además, aunque, en principio, no exista ningún tipo de roce, el director académico del IEF aconseja, «en la medida de lo posible, tener todo por escrito». No es necesario recurrir a las formalidades del protocolo familiar, simplemente basta con convenir una hoja de ruta donde se planteen diversos escenarios, por ejemplo, qué hacer si uno de los miembros decide marcharse, y sus posibles soluciones. «Es una buena manera de evitar las tensiones».
Más allá de estas dificultades derivadas de su naturaleza, la empresa familiar, por fortuna, ha dejado de lado la gestión más bien «casera» de sus recursos, ya fuesen financieros, organizativos o humanos. De hecho, para Juan Corona, los cambios que han vivido estas organizaciones en los últimos 25 años se pueden resumir en una sola palabra: «profesionalización». «Las cosas pasaban por derechos hereditarios sin tener en cuenta la capacitación ni la formación. A día de hoy, se ha borrado la mayoría de los problemas derivados del carácter familiar de estas empresas». Los datos avalan que los negocios familiares han hecho los deberes en los últimos años. Sólo entre las 96 empresas asociadas al IEF suman 169.000 millones de euros de facturación agregada y dan trabajo a 825.000 personas. Esther Sánchez lo atribuye a la lógica: «Compiten en el mercado como las que no son familiares y, por ello, deben mejorar día a día y buscar la diferenciación, como cualquier otra».
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